

Rafael Soto Escobar
Sevilla, 1989. Licenciado en Periodismo, doctor en Comunicación y técnico auxiliar de archivos y bibliotecas en la Universidad de Alcalá. Es columnista en las cabeceras del grupo Andalucía Digital desde 2011 y, en la actualidad, compagina su trabajo en el ámbito de las bibliotecas con la investigación dentro del grupo Historia Crítica del Periodismo Andaluz (HICPAN) en la Universidad de Sevilla.
En el ámbito literario, publicó en 2024 el libro de relatos Retablo líquido. Los laberintos de la libertad (Editorial Soldesol). Entre el periodismo y la literatura, en 2023 publicó junto a Carlos Serrano Martín De la utopía a la putada: Cincuenta fragmentos de una crisis que no se fue (Andalucía Digital, 2011-2018) (Fénix Editora).
El vaivén
Como era costumbre cada verano, buscábamos con la mirada la línea que separa el cielo y el mar. Sin embargo, desde los asientos traseros del coche, mi hermano y yo solo divisamos los tonos blanquecinos y ocres de los edificios que nos separaban de la playa.
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Habíamos sufrido una hora y media de calor y aburrimiento contenido. Lo único que evitaba nuestro amotinamiento era la promesa de visitar la playa aquella misma tarde y de adquirir unos buñuelos por la noche. Por fin, cuando la situación parecía desesperada, logramos encontrar un aparcamiento en un lugar cercano al apartamento de nuestros abuelos. De hecho, nuestros padres salieron disparados hacia el maletero, lo abrieron e hicieron el reparto de bártulos. Como no podía ser de otra manera, no solo cargamos con nuestras pequeñas maletas, sino que también nos cayeron pequeñas bolsas y una sombrilla.
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De esta manera, cargados y fastidiados, nos dirigimos hacia el apartamento. La verdad es que los abuelos nos recibieron con calidez, pero también con brevedad. Había empezado una película en la televisión y nuestros padres eran ya mayorcitos como para acomodarnos sin molestarlos. En un momento dado, pregunté qué veían, y me despacharon con la brevísima indicación de que era de su época. Nada más.
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Me dirigí a la habitación que nos habían asignado y mi hermano y yo nos repartimos las camas. Por supuesto, como era el mayor, se quedó con la mejor. Sin embargo, yo acababa de cumplir once años y, como me sentía toda una mujer, exigí la privacidad de una habitación propia o, al menos, una cama mejor. No obstante, mis padres no estaban por la labor de atender a mis justas reivindicaciones.
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En el salón, mis abuelos aprovecharon una pausa para ponernos la merienda: un pescadito de nata y un vaso de leche con cacao para cada uno. Los adultos se dedicaron al noble arte de hablar sobre cuestiones insustanciales, y callaron cuando acabó la publicidad. La película era larga, y hablaba de príncipes, amores y guerras. También me llamaba la atención el vestuario. Es más, admito que fantaseaba con probarme aquellos vestidos de época que tanto romantizaba el cine, y bailar. Aquellos bailes me parecían una realidad hipnótica, un vaivén constante en el que cada paso es diferente al anterior por algún detalle, por un cambio de plano, por cualquier acción más o menos relevante de los actores.
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Yo no entendía mucho, más allá de las lógicas de los dramas amorosos. Tampoco me esforzaba demasiado. En realidad, esperábamos con resignación a que mis padres acabaran sus tareas para poder irnos. Por fin, dejamos a mis abuelos con su cine de antaño y nos dirigimos a la playa. Mi hermano y yo disfrutamos de aquella tarde calurosa en la playa bajo la atenta mirada de nuestros padres, que descansaban sentados junto a la sombrilla. En un momento dado, dirigí la mirada hacia las olas. No sé explicar la causa, pero asocié el vaivén de las olas con el de los bailes de la película que veían mis abuelos. Un movimiento lento en apariencia y, sin embargo, inevitable.
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Ahora, observo a mis hijos desde la sombrilla y se me vienen estos recuerdos. Los dos juegan en la orilla, todavía muy niños. En cuanto encuentran su oportunidad, se hacen ahogadillas o se echan agua en la cara. Lo lógico, supongo. Como nos pasaba a mi hermano y a mí. El vaivén.
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Mis padres alquilan un piso todos los años y nosotros echamos unos días con ellos, continuando lo que empieza a parecerme una tradición familiar. En mis recuerdos, la noche era lo mejor de las vacaciones porque lo asocio con el dulce y las cenas familiares. Noches con olor a mar y buñuelos. Por las tardes, tras la siesta, nos sentamos para merendar en el salón, alrededor de la película que transmitan en la televisión en ese momento. Al igual que entonces, los niños esperan con inquietud el momento en que los dejaremos salir y yo, dentro de lo que me dejan, disfruto de la tarde en familia.
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Pero ahora observo a los niños desde la sombrilla y me da por mirar las olas. Recuerdo los bailes de salón de las películas y se me vienen a la cabeza los movimientos de vaivén que nos trae la vida. Quizá, en parte, vivir es repetir patrones que nunca son del todo idénticos. Un vaivén, supongo.
